A veces me pregunto qué es lo que me motiva para, a mis casi 62 años, seguir practicando casi a diario karate y kobudo. La verdad es que no tengo la respuesta. Para estar ‘en forma’ podría limitarme a ir al gimnasio o incrementar mis caminatas por la montaña. Por supuesto cuidar mi dieta ayudaría. El ejercicio físico me gusta pero definitivamente éste no es el motivo. Debo admitir que el hecho de tener algunos alumnos contribuye a alimentar mi ego, aunque, sinceramente, creo que todos ellos son mejores que yo... Últimamente, durante mis entrenamientos personales en el dojo del que ahora disfruto, muchas veces solo y con la gran puerta que da al jardín totalmente abierta -por la que solamente entra el aire, el sonido de los pájaros y ruidos de la calle amortiguados- he creído adivinar al menos una de las cosas que me motivan: las técnicas y movimientos que me hacen sudar y que repito una y otra vez; los crujidos de mi
dogi al golpear al vacío; o los zumbidos de mis armas al cortar el aire, e incluso los dolores o golpes que me pueda ocasionar a mi mismo, me hacen sentirme unido a una infinidad de personas de todo el mundo que, quizás en el mismo momento que yo, están haciendo exactamente lo mismo. También está la sensación de estar practicando algo que me une a otras personas ya desaparecidas que dedicaron su vida a la difusión y mejora de este legado cultural. Por supuesto, compartir todo esto con maestros, unos pocos alumnos y compañeros... Bueno, seguro que hay otras razones, pero éstas ya me parecen suficientemente motivadoras para seguir, por lo menos un día más...